Viaje a los Ancares por la tierra de los hombres dioses

 

Viaje a Los Ancares por la tierra de los hombres dioses

Ha sido un fin de semana magnífico pisteando entre Asturias y León.

Hemos compartido ruta varios amigos de distintas procedencias:

Sebito de Lugo, Juan Carlos de Ponferrada,

Carlos, José Luis y Amable que viven Madrid, aunque son de origen asturiano,

y Pelayo y yo, que salimos desde Asturias.

 

Como nos contaba Sebito en su crónica

el punto de encuentro fue uno de tantos refugios de los Montes de León,

esta vez situado en Los Ancares.

 

Hacia allá nos dirigimos Pelayo, Carlos (que salió por la mañana de Madrid) y yo,

para atravesar la Cordillera Cantábrica por la ruta más larga sin asfaltar

que une las laderas asturianas y leonesas.





La ruta, que lleva el nombre del cónsul romano que mandó trazarla,

Publio Carisio, tiene unas vistas espectaculares con cielo despejado.

 





Nosotros no vimos más allá de nuestras narices.

 

 

 

En cuanto tomamos algo de altura nos adentramos en el reino de las nubes.

 



La pista, que está acondicionada para el paso de todoterrenos,

no ofrece casi ninguna dificultad para el paso de motos trail grandes,

incluso con carga, y tiene numerosas indicaciones para orientar a los viajeros.

 



No obstante, como las pistas son algo vivo

y pueden cambiar después de la temporada de nieve o tras las últimas lluvias,

más allá de la mitad del recorrido nos encontramos un obstáculo

que en un principio nos pareció infranqueable.

 




Solo la ayuda mutua nos permitió continuar adelante.

Tuvimos que desmontar maletas y pasar las motos, una a una, con el esfuerzo de los tres.

 

Esta es una de las ventajas de viajar en compañía.

El paso es impracticable para 4×4,

factible para motos pequeñas,

dificultoso para un quad

y posible para motos grandes, si vas en grupo

y estás dispuesto a sudar un poco.

 

Con la llegada a Pendilla




nos encontramos justamente en la frontera entre dos mundos:

pasamos del reino de las nubes



al imperio del sol.




 

Descubrimos nuevos refugios en una ruta inexplorada

de la que teníamos buenas referencias de nuestro amigo Xosenel.






Pero un nevero que se resiste a la llegada de la primavera

nos cortó el paso y nos obligó a dar la vuelta.

 



En La Robla hacemos noche y nos encontramos con José Luis y Amable

que vienen haciendo ruta por campo desde Madrid.

Han aprovechado para darse un garbeo por los arenales de Segovia

durmiendo en tienda de campaña.

Están recién llegados y el aroma de su habitación me ha borrado parte de las fotos.

 

 

La ruta del sábado nos lleva hacia el oeste



 


Rodeamos el embalse de Luna que se encuentra rebosante.

 

 


En los collados que hemos de atravesar





vemos una de las joyas de estas montañas,

que se muestra en primavera en todo su esplendor: el León púrpura.




Es el brezo en floración que no dejará de acompañarnos en todo nuestro recorrido.

 


Dejamos atrás lo más agreste de la cordillera






y entre los vericuetos de caliza de la Babia




nos adentramos en la comarca de Omaña




por las viejas majadas de ganado.

 

 

 

 

En los pequeños pueblos que nos vamos encontrando,

allí donde termina el asfalto, la vida sigue marcada por los ritmos de la tierra.

 





Entramos en la legendaria tierra de los “Homus Manium” u “hombres dioses”.

Este nombre con que la bautizaron los romanos por la resistencia de sus habitantes

es el posible origen etimológico del nombre de la comarca de Omaña.




Estas tierras de León son el lugar donde desde tiempos inmemoriales

se practica una democracia natural.

En la Edad Media fueron tierras de frontera,


en las que vivir en ellas significaba contribuir a su defensa

contra los hispano musulmanes,

por eso los reyes medievales

les otorgaron privilegios y franquicias de libertad y vasallaje.




En las pequeñas aldeas se practicaba una democracia directa, nacida de la costumbre.

Estos concejos de aldea se reunían en los atrios de las iglesias


 

y allí decidían asuntos de interés para la vecindad:

las veceras de los ganados, los repartos de tierra, de agua y de leña…

Todavía hoy las juntas vecinales tienen tierras en propiedad y poderes sobre ellas.

 

 

Nos adentramos en el Valle Gordo, así lo llaman sus habitantes,







 



acompañando a uno de los afluentes del río Omaña

y lo recorremos en toda su extensión.

 


 





Nuestro destino es un perdido valle glaciar en el límite entre Omaña y el Bierzo:

el Campo de Santiago.

 






De camino bebemos en las fuentes que los hombres dioses,

también poetas, cuidan con esmero.

 


Estamos pisando una de las rutas más antiguas a Santiago de Compostela,

casi desconocida,


que discurre entre el camino primitivo de la costa, al norte

y el Camino Francés, más al sur.



Debido a su recorrido por parajes remotos

esta ruta apenas tiene caminantes.

Es el Camino Olvidado a Santiago.




 

En el idílico paraje, cargado de leyendas,

descansamos, comemos y charlamos

rodeados de montañas y de brezos.

 





Siguiendo el curso del río Boeza que aquí nace,

por un estrecho sendero esculpido en su ribera,

se encuentra a unos siete km el pueblo con el nombre más largo de España:

Colinas del Campo de Martin Moro Toledano.

 



Entre la ermita y el río, una pequeña fuente ayuda a calmar la sed de los viajeros.

 

 


Desandamos, en parte por asfalto y en parte por caminos carreteros,

el Valle Gordo de Omaña,

 

 

buscando pasos hacia el oeste










que nos eviten las imponentes crestas formadas por las Torres de Vizbueno.

Detrás se encuentra el pico Catoute,  la cumbre más alta del Bierzo con 2117 metros.



 

Sencillas espadañas coronan las iglesias de este valle.


Damos el adiós definitivo al Valle Gordo



y por Igueña, nos encaminamos hacia la Sierra de Gistredo.



El sol ya declina y estamos preocupados por Sebito,

que nos espera desde hace tiempo en el refugio.




Ni las fotos ni la descripción que haga con palabras hacen honor

a las sobrecogedoras vistas que divisamos desde aquí.














 

 









Esta ruta se podría llamar la ruta de los refugios

porque está salpicada de numerosos lugares en los que pernoctar,

siempre abiertos y cuidados por sus civilizados visitantes.







 

 

 Cuando el sol ya se ha puesto nos encontramos con Sebito

en el refugio que nos acogerá esta noche.


Nos vamos instalando y compartimos las viandas que  han resistido el viaje:

queso de diversas procedencias, chorizos artesanos, jamón, conservas, frutos secos.

Orujo que nos provee Sebito, ¡¡¡¡Qué gran mérito traerlo hasta aquí!!!


A Carlos, que tuvo una idea parecida,

se le reventó por el camino una botella de su vino preferido inundando la maleta.

Como el Lazarillo, algo pudimos beber en el camino,

lamiendo el chorro de lo poco que quedaba en la botella.

 

Juan Carlos, que llegó entrada la noche, nos hizo el honor de preparar una queimada,

con conxuro declamado por Eusebio.



 







 

 

 A la mañana siguiente, Sebito, el más madrugador,

aplica la norma de obligado cumplimiento en los refugios y en la vida:

dejar las cosas mejor que como las has encontrado.  

¡¡¡Bravo Sebito!!!  ¡Las herramientas no son solo para motos!

 

 

 

Mientras los demás se desperezan con los primeros rayos de sol que iluminan el refugio

hacemos planes para nuevos viajes. Es muy ancho el horizonte.

Las manos de Eusebio me muestran nuevos itinerarios en un pliego que atesoro.

¡¡¡Gracias Eusebio!!

 



Nos vamos del valle de Fornela que nos ha acogido una vez más



camino del puerto de Cienfuegos.







Dejamos atrás el valle de Fornela




Estamos de nuevo en Asturias, muy cerca de la divisoria con León y Lugo.



Al fondo vemos las minas de Tormaleo.



Por una pista que bordea la ladera nos encaminamos a Balouta.



 





Dejamos a nuestra espalda los caminos hacia Ibias.


 

Balouta se despereza a nuestros  pies,


mientras el ganado sale de las cuadras camino de los pastos.

 



El puerto de Ancares nos ofrece una vista al infinito.


 





Sebito nos abandona en Vega de Espinareda.

La cara de Juan Carlos muestra lo que sentimos todos.

 



 

Desde aquí Juan Carlos nos guía por rutas desconocidas que no salen en los mapas,












valles secretos que solo con su ayuda podemos recorrer,












para llegar a Peñalba de Santiago,

lugar de retiro de monjes pastoriles en los confines de los Montes Aquilanos.


Hacemos una visita a la Iglesia de Santiago

pasando por el arco más fotografiado del mozárabe español.





Juan Carlos me señala inscripciones de los monjes medievales

que han sido descubiertas en los trabajos de restauración.



 

 

 Nuestro viaje continua guiados por Juan Carlos



por el Morredero atravesando los parques eólicos  que coronan estas crestas.

 



Largísimas pistas, que enlazan unas con otras,








nos llevan a Santa Coloma de Somoza, donde el paisaje se hace más llano y civilizado.

 



Las dudas del camino nos proporcionan un encuentro singular:

 


-          Buenos días ¿Cómo se llama este pueblo?

-          Este pueblo no tiene nombre.

-          ¿Cómo no va tener nombre?

-          ¿Y cómo han podido llegar ustedes hasta aquí sin saber cuál es su nombre?.

 

Nos costó vencer la desconfianza y socarronería del paisano, que al final suelta prenda:

estamos en Lucillo de Somoza.

 



Repasando las fotografías entiendo su desconfianza:

nos habría bastado con recordar las indicaciones de los carteles

que nos encontramos en el camino.

 

 



En Santa Coloma de Somoza hacemos honor a la hospitalidad del pueblo

y nos sentamos en un restaurante en el que parece que ninguno de nosotros

quiere levantar la sobremesa.

 

Pero el retorno al hogar es imperativo para todos:

Pelayo, cansado, cogió la carretera en Peñalba;

Juan Carlos vuelve a Ponferrada, tras dejarnos enfilados en el camino a Astorga;

Jose Luis, Carlos y Amable se despiden camino de Madrid;

y yo emprendo mi retorno en solitario.

 


Teniendo previstas mis andanzas, alterno pistas y carreterillas hacia el norte.

 Veo caminos sombreados por los robles,



vacas que pastan coloridas,

 



estaciones que relucen,

 



idílicas lagunas que enamoran,

 





demandas vecinales que vocean en las calles.

 



Atravieso de nuevo los pasos familiares entre comarcas leonesas.

 




La caliza y el agua del embalse de Luna me saludan.

 




En sus orillas me paro.

 

Cuando tengo sed, bebo.

 





Rocas que afloran en Babia me despiden.

 


En Pinos me cuentan que el paso hacia  Asturias está libre.

 



Allá voy. La pista está mejor que nunca,

 

los postes nuevos que refulgen,

suponen un insulto a las cigüeñas y al arroyo.

 

 

Atravieso la divisoria de los pastos,




litigio de ganaderos leoneses y asturianos.

 


 





La casa de Mieres aparece a mi vista cerrada a cal y canto.



Me despido del ganado que pasta ajeno a las rayas de los mapas



Y con los últimos rayos del sol leonés







que “enrosa” las altas montañas asturianas



me adentro de nuevo en el reino de las nubes,

que alimentan con su manto los eternos verdes asturianos.





Saludos